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domingo, 12 de enero de 2014

Décima MUERTE (por X.V.)






¡Qué prueba de la existencia
habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.

Si en todas partes estás,
en el agua y en la tierra,
en el aire que me encierra
y en el incendio voraz;
y si a todas partes vas
conmigo en el pensamiento,
en el soplo de mi aliento
y en mi sangre confundida
¿no serás, Muerte, en mi vida,
agua, fuego, polvo y viento?

Si tienes manos, que sean
de un tacto sutil y blando
apenas sensible cuando
anestesiado me crean;
y que tus ojos me vean
sin mirarme, de tal suerte
que nada me desconcierte
ni tu vista ni tu roce,
para no sentir un goce
ni un dolor contigo, Muerte.

Por caminos ignorados,
por hendiduras secretas,
por las misteriosas vetas
de troncos recién cortados
te ven mis ojos cerrados
entrar en mi alcoba oscura
a convertir mi envoltura
opaca, febril, cambiante,
luminosa, eterna y pura,
en materia de diamante.

No duermo para que al verte
llegar lenta y apagada,
para que al oír pausada
tu voz que silencios vierte,
para que al tocar la nada
que envuelve tu cuerpo yerto,
para que a tu olor desierto
pueda, sin sombra de sueño,
saber quede ti me adueño,
sentir que muero despierto.

La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será clásico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible acaso,
vivir después de haber muerto.

En el roce, en el contacto,
en la inefable delicia
de la suprema caricia
que desemboca en el acto,
hay el misterioso pacto
del espasmo delirante
en que un cielo alucinante
y un infierno de agonía
se funden cuando eres mía
y soy tuyo en un instante.

Hasta en la ausencia estás viva:
porque te encuentro en el hueco
de una forma y en el eco
de una nota fugitiva;
porque en mi propia saliva
fundes tu sabor sombrío,
y a cambio de lo que es mío
me dejas sólo el temor
de hallar hasta en el sabor
la presencia del vacío.

Si te llevo en mí prendida
y te acaricio y escondo;
si te alimento en el fondo
de mi más secreta herida;
si mi muerte te da vida
y goce mi frenesí
¡qué será, Muerte, de ti
cuando al salir yo del mundo,
deshecho el nudo profundo,
tengas que salir de mí?

En vano amenazas, Muerte,
cerrar la boca a mi herida
y poner fin a mi vida
con una palabra inerte.
¡Qué puedo pensar al verte,
si en mi angustia verdadera
tuve que violar la espera;
si en la vista de tu tardanza
para llenar mi esperanza
no hay hora en que yo no muera!

                                                (Xavier Villaurrutia)

sábado, 11 de enero de 2014

BENNU (por A.V.L.)






-PARTE 1-


Trata de apagar una vela con el puño. No golpeándola, sino apretando.
Sé consciente de cómo el calor se desliza entre tus dedos a medida que los vas cerrando alredededor del cordel que sostiene el fuego, y de cómo penetra en la carne. Siente tu piel burbujear y hervir bajo su efecto. Está tan caliente como la cera que gotea desde la superficie. Observa tu mano fundirse con el dolor hasta que éste se haga líquido y correteé por tu interior igual que una gota de agua resbalando por el cristal.
La llama se apagará al instante, pero el dolor seguirá allí. Tu puño se ofrece como una máscara, sin mostrar lo que ocurre en su interior. Por fuera tiene buen aspecto. Dentro se encuentra el sufrimiento. Negro. Ahumado.
Al cabo de un rato, el dolor se vuelve intermitente. Cuando crees que va a detenerse, vuelve. Una y otra vez. Palpita.
Podrás creer y creerás que es mejor abrir el puño y dejar a la vista lo que ocurre detrás de la máscara, pero en lugar de eso lo cerrarás más fuerte, tratando de oprimir el daño… Tratando de romperlo.
Pero no cede, sino al contrario. Se hace más intenso.
No eres capaz de entender por qué, por qué tu cuerpo se dispone a que sufras más cuando lo que tú pides es que se detenga… Y olvidas  por qué esa vela estaba encendida si lo único que ha hecho ha sido herirte.







-PARTE 2-


Enciendes la vela de nuevo… Y entiendes el motivo.
Al prenderla, la habitación, que había quedado a oscuras, se ilumina. Y el calor de la llama se esparce por el aire hasta acariciarte, y te hace sentir bien.

Es en ese momento cuando comprendes que serías capaz de enfrentarte al mayor de los incendios con las manos desnudas sólo para repetir esa sensación.

DICOTOMÍA (por A.V.L.)












A veces siento que no siento... Y eso me desconcierta. 



Porque si siento que no siento significa que ¿sentiré... o que ya he sentido?



¿Sentir la insensibilidad se considera un sentimiento?

Porque si es así, lo único que se sentiría es el no sentir... Y eso no tiene sentido.

¿Hay diferencia entre pensar que sientes y sentir que piensas?

Claro que sí. El que lo piensa solo siente... y el que lo siente solo piensa.

¿Pensar que no sientes se considera un sentimiento?¿O un pensamiento?

¿Qué diferencia hay entre pensar que no sientes y sentir la insensibilidad?

Que el sentimiento es más preciso.

A veces tratamos de anular lo que sentimos pensando... Craso error.

Porque lo que sientes no siempre guarda relación con lo que piensas.

A veces tratamos de anular lo que pensamos sintiendo... Gran acierto.

Porque lo que piensas no siempre guarda relación con lo que sientes.

¿Pensar o Sentir?
¿Con cuál te quedas?

ALMA (por A.V.L.)

Antes de leer, abrir enlace: https://soundcloud.com/awoogaec/one-feeling-improvisado-raw

Dar al play. Leer.

ALMA


Amanece. La luz entra por el ventanal, iluminando las
sábanas blancas de una cama, ocupada por un hombre y una mujer. Ella, molesta por el sol, despierta y, al ver que él la observa, sonríe. 

Son conscientes de quiénes son. Comparten Vida. Comparten Alma.

Asoman nubes que cubren la noche. El sofá está ocupado por dos figuras,
acurrucadas de tal forma que se aprecian como una. No hay cabida para
pensamientos en sus mentes, no en ese momento. Simplemente observan el crepitar de unas ramas, envueltas en llamas, envueltas en los muros de una chimenea. Simplemente sienten.

*** 
Apenas visibles, dos siluetas se dibujan en el exterior, avanzando hacia la
casa. Ellos son el fin del día. Ellos son la noche. Ellos son el destino,
azaroso.

*** 
El sonido de cristales rotos quiebra el silencio. La figura que contemplaba el fuego se sobresalta y se divide en dos. El destino ha entrado por la ventana, dispuesto a deshacer lo que una vez hizo. Se escucha un forcejeo, dos golpes secos, el roce del acero, un grito ahogado y después... nada.

Un hombre y una mujer yacen en el suelo. La luz entra por el marco de una ventana rota, iluminando la sala. Él, molesto por el sol, despierta, pero no tiene una sonrisa que ofrecer.

Sus ojos vagan por la estancia, tratando de comprender: armarios abiertos, pedazos de cristal y arcilla, cajones vacíos... Y en ese momento, la encuentra.

El hombre se incorpora y se aproxima, con la intención de despertarla. Entonces sus pies encuentran algo húmedo. Baja la mirada y sus ojos encuentran el color rojo. En ese instante un dolor le aborda. El dolor de un alma rota.

Un cuerpo deambula en el interior de la casa. Sin rumbo fijo, sólo pasea. Apenas come, apenas duerme. Y su dolor apenas remite. Al principio fue intenso, como si alguien hubiese golpeado su corazón con un pedazo de madera vieja con todas sus fuerzas. Después, el dolor únicamente fue persistente. Persistente como astillas desprendidas de aquél pedazo de madera vieja, que quedaron alojadas en su pecho y que son demasiadas como para intentar sacarlas.

Pasan semanas. El cuerpo continúa caminando, aunque no avanza. No enferma, aunque ya está enfermo. No muere, aunque ya está muerto.

Una mañana, sin apenas percatarse, el cuerpo atraviesa la puerta, saliendo al exterior. A pesar de que no había dejado de comer, por primera vez en mucho tiempo siente apetito. Decide tomar el coche y acercarse a un bar y desayunar. Pide un café y dos tostadas. Hacía calor, así que sale a la terraza.

Y entonces los encuentra.

Los que una vez fueron los rostros del destino, que quedaron grabados a fuego en su mente. Una mente que en ese momento despierta.

Los rostros continúan caminando, sin percatarse de que han sido descubiertos. El hombre espera a que se alejen, deja un billete sobre la mesa y los sigue desde la distancia. Caminan durante una hora, hablando entre ellos, hasta que finalmente se detienen delante de la puerta de un pequeño cortijo. La abren y entran.

Ya está. Los había encontrado.

Pero no podía hacerlo, no ahora. El hombre vuelve al bar, entra en el coche y vuelve a casa. Al entrar se dirige al baño, se sube al bidé y destapa el respiradero del techo. Alza la mano y tantea a ciegas hasta asir con su mano la venganza, una venganza hecha de frío metal y pólvora.

Se tranquiliza. Sale del baño y vuelve al coche. Arranca.

Conduce sobre una carretera hecha sobre un acantilado que da al mar. Atardece, y el Sol se va sumergiendo en el horizonte marino dibujando un camino luminoso sobre el océano y dejando un tono anaranjado en el cielo. En uno de los salientes se halla un mirador. El coche gira y se detiene allí. El hombre se baja, toma aire y llora. Llora lo más alto y lo más fuerte que puede.

Es entonces cuando las afiladas puntas de cristal de su alma rota se redondean y las astillas de su corazón desaparecen. Se siente en paz.

Se seca las lágrimas con la parte inferior de su camisa y vuelve a empuñar el volante. Continúa el camino. Pasa por delante del bar en el que estuvo aquella mañana y para a escasos metros de un pequeño cortijo. 


Apaga el motor y espera. Por una ventana se aprecia como el interior de una habitación se ilumina. El hombre desplaza una mano hacia su cintura y rodea la venganza con los dedos. Ahora ellos son meros hombres. Ahora él es el Destino.

Se oye el crujido de una puerta quebrada. El Destino entra por la puerta y mira a los hombres. Sonríe. Ellos le devuelven la mirada, una mirada en la que se refleja el recuerdo, seguido de un intenso terror.

El silencio de la noche se escapa con el sonido de dos
disparos… Y regresa tras el sonido de un tercero.