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viernes, 19 de septiembre de 2014

PALABRAS AGRIAS (por Fernando Mañueco)








Nunca le gustó su ciudad. Era gris e incómoda. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiada indiferencia. Además, carecía de un lugar elevado y con buenas vistas donde refugiarse a masticar los recuerdos o el olvido.
Hubiera preferido vivir en Lisboa, donde cualquiera con unas monedas para el tranvía puede subir al castillo a llenar los pulmones de aire fresco y los ojos de un vasto paisaje. La torre de Belem, el río con sus puentes, el monasterio de los Jerónimos...
Nunca le gustó su vida. En su monotonía, echaba de menos acontecimientos importantes que le hicieran sentirse especial, aunque fuera sólo un par de veces al año. Le hubiera gustado acunar a un niño, viajar, subir montañas, dormir al raso, comer fruta del árbol, adormilarse a la sombra en las tardes de verano. Le hubiera gustado sentirse parte de un grupo, quizá una tertulia de café de lunes, miércoles y viernes.
Pero, por aquello de caesar caesaris, deus dei, había aprendido a vivir con su hipocondría. Ya decía Machado aquello de que el que duda termina dudando de su propia duda.
Nunca le gustó su mujer. O quizá sí, pero hacía ya tantos años... Con el paso de los años había aprendido a convivir con ella, aunque no recibía nada parecido al cariño. Todo lo contrario. Sólo odio y desprecio. Veneno y palabras agrias que le obligaban a buscar, al menos un par de veces al año, un lugar elevado desde el que echar a rodar su melancolía.
Hubiera preferido vivir en Granada, para llenar sus ojos con el color caramelo que deja el atardecer sobre la Alhambra.

F.M.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Un aroma dulzón (de F Mañueco)






Con sumo cuidado, casi con mimo, colocó dos cucharadas soperas de polvo de angustia en el viejo incensario. Añadió un cucharadita, de las de moka, de tristeza químicamente pura. Sobre ellas hizo descansar una lágrima de cristal de la antigua lámpara familiar. Acercó el gastado Zippo en el que ya apenas podían distinguirse sus iniciales. Le gustó el olor a gasolina. Las volutas de un humo gris marengo llegaron lentamente hasta el techo.
Le vino a la mente, con violencia, la evocadora palabra “maresía”, que utilizan los portugueses para expresar a un tiempo el olor a mar, el sonido del mar, la brisa del mar, la luz del mar. No entendía porqué, de cuando en cuando, le golpeaban el cerebro palabras sueltas, onomatopeyas, sonidos cacofónicos, imágenes difusas.
Pero así era y había aprendido a convivir con esos espasmos de sus neuronas.
Se le aparecieron con nitidez los hijos que nunca tuvo, pero no pudo recordar el rostro de su mujer ni los ojos de su madre.
Cada uno tiene su particular forma de discurrir por la vida y de enfrentarse a la muerte, pensó. Y se quitó la vida.
Le encontró la señora de la limpieza. En la habitación predominaba un dulzón aroma a desconsuelo y melancolía. Apretaba en su puño la vieja lágrima de cristal. Sonreía.
FM